viernes, 5 de abril de 2019

Vía Crucis de la Familia



Por: P. Clemente Sobrado, C. P.
Pasionista

PRESENTACIÓN:

Señor: Somos familia. Vivimos en familia. Somos tu familia. Y como familia somos tu pequeña Iglesia Doméstica. Una familia que camina como Iglesia. Y una Iglesia que camina como familia.

Igual que tu Iglesia, también nuestra familia tiene un camino que recorrer. Un camino que andar. Igual que tu Pueblo en el desierto, también nuestra familia está llamada a salirse de sus esclavitudes; a caminar en la fe por el largo desierto de sus pruebas y dificultades. A caminar entre fidelidades e infidelidades, por ese desierto de la esperanza humana y cristiana.

Señor: al recorrer contigo este camino del Vía Crucis, queremos hacerlo como familia. Queremos vivir tu Vía-Crucis como tú vives el nuestro. Si nuestro Vía Crucis es, en parte, causa del tuyo, ahora queremos que el tuyo sea causa de esperanza en el nuestro de cada día.

En nuestra familia, Señor, hay una Cruz grande. La tuya. Es la Cruz que preside nuestras pequeñas y grandes cruces. Es la Cruz que ilumina las sombras que sobre nosotros proyectan a diario nuestras cruces.

Que al recordar y recorrer juntos, en familia, este tu Vía-Crucis, podamos unirnos todos un poco más a ti, y a la vez, unirnos un poco más entre nosotros, para que juntos, podamos ayudarnos a compartir los unos las cruces de los otros, a fin de que solidarios en nuestro caminar, cargados con nuestras cruces, nos hagamos igualmente solidarios en nuestras esperanzas pascuales.


I – Estación

El Amor no condena, el amor perdona.

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en El, no perezca sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El.” (Jn. 3, 16-17)

Que nadie perezca, sino que viva.” Tú, Señor, eres vida. No eres muerte. Y amas tanto la vida y nuestra vida, que te atreves a aceptar tú la muerte para que podamos nosotros vivir.

Nuestro amor de esposos es también una llamada a la vida. Nuestro amor es la llamada que cada uno hace al otro para que sienta las ganas y el gozo de vivir. Y sin embargo, cuánta llamada de muerte hay en nuestro amor conyugal… Nuestros egoísmos individualistas siembran cada día muerte en nuestros corazones y en el corazón de nuestros hijos. El amor, que un día, nos hizo capaces de unir nuestras vidas en un “hasta que la muerte nos separe”, hoy se ve herido por el egoísmo de cada uno, anticipando esa muerte diaria que tantas veces termina en separaciones prematuras. Nos separamos el uno del otro y los dos de nuestros hijos, no tanto por la muerte, sino por esas muertes diarias en vida.

Señor: renueva nuestro amor para que en nuestro hogar haya más unión, más comunión, menos muerte de ilusiones, de esperanzas y de corazones.

“No para condenar sino para salvar”. El amor no condena. Por eso tu misión no era la de condenar a nadie sino la de llamar a la vida. Y sin embargo, Tú fuiste condenado a morir por aquellos mismos a quienes ofrecías el regalo y el don de la vida.

Qué fácil nos resulta a nosotros condenar, acusar y juzgar. En vez de reconocer nuestras debilidades personales de esposos, de padres, de hijos, de hermanos, preferimos acusarnos mutuamente. Nuestro hogar se convierte, muchas veces, más que en nido de amor y cariño, en tribunal que acusa, juzga y condena.

Señor: danos luz para reconocer y confesar nuestros errores, en vez de cargárselos a los demás.

Señor: danos el coraje de aceptar las llamadas de atención que nos vienen de nuestros seres queridos, sin revelarnos en contra de ellos por más que nuestro orgullo y amor propio se nos revele.

Señor: que en nuestro hogar no haya víctimas. Que cada uno esté al servicio de los otros para que los otros vivan.


II Estación

"Sobrellevaos mutuamente los unos a los otros.." (Ef. 4, 2-3).

Es duro, confesarlo, pero es la verdad, Señor. El mundo no pudo soportarte. Eras demasiada luz para cuantos prefieren vivir en las tinieblas de la mentira de la vida. Eras demasiado bueno como para dejarte compartir nuestro banquete. Si hubieses sido un poco más “como todos”, como “todo el mundo”, de seguro no hubiese pasado nada contigo.

Por eso tuviste que cargar con la cruz de todos los malos. Tal vez esa sea la suerte de los buenos. O a caso, tal vez sea ésa la grandeza de los corazones buenos: echarse encima las cruces de los otros. Lo original de tu Cruz no era el ser cruz, sino el no ser tu cruz sino la cruz de los demás. Esa es la misión de todo el que ama de verdad. Esa es la vocación del amor.

Como esposos, también nosotros nos dijimos un día “prometo amarte en las alegrías y en las penas, en la enfermedad y en la salud, en la riqueza y en la pobreza, para amarte y servirte todos los días de mi vida.” Ese fue nuestro compromiso de boda. Eso nos confesamos el uno al otro cuando de verdad nos amábamos.

Sin embargo, en nuestro caminar por la vida, cuánta cruz hemos dejado caer de nuestros hombros sobre los hombros del otro. Hemos entendido nuestro amor más como el egoísmo de ser servidores que el de ponernos el uno al servicio del otro. Imponemos al otro que nos aguante, que nos acepte. Pero qué difícil nos resulta cada día soportar al otro en sus debilidades, en sus caprichos, en sus flaquezas.

Amar es compartir con el otro. Compartir sus alegrías y sus penas. Resulta fácil compartir los momentos de fiesta en la vida. No aguantamos sus malos momentos, sus días difíciles, sus estados de ánimo. Nos es más cómodo dejar al otro caminar a solas con sus propias penas a que nos fastidie con sus quejas, sus lamentos. A veces, ni siquiera nos dicen nada sus lágrimas.

Nuestra paternidad debiera ser la fiesta de la vida del amor. Sin embargo, hoy, los hijos nos resultan una carga demasiado pesada. Coartan nuestra libertad. Impiden nuestra comodidad. Dificultan nuestros proyectos de felicidad. Preferimos el camino fácil de la infecundidad de nuestro amor.

Como hijos buscamos la libertad. La obediencia nos resulta incómoda y fastidiosa. Preferimos nuestra autonomía. Nuestra independencia, a la expresión filial de nuestro reconocimiento al amor de nuestros padres a través de la obediencia.

Señor: que como esposos no nos carguemos mutuamente con esas pequeñas-grandes cruces de cada día, sino más bien, que el uno encuentre siempre en el otro al compañero con quien compartir el peso de nuestras penas y dolores.

Señor: que como padres, sepamos llevar gozosos la cruz que significa el dolor de engendrar, hacer crecer y madurar humana y cristianamente a nuestros hijos.

Señor: que como hijos, sepamos aceptar las exigencias de nuestros padres, su modo distinto de pensar, su manera diferente de ver las cosas y que en sus momentos de dolor podamos ayudarles a describir el gozo de su paternidad.


III Estación

El amor levanta a los que han caído.

Caer es la ley de gravedad de las cosas. Y caer también es la ley de gravedad de la debilidad humana. Solo que las cosas caen y no se levantan. Hay que levantarlas. Mientras que el hombre tiene capacidad de caer, levantarse y ayudar a que otros caídos como él puedan también volver a erguirse en la vida.

Por eso, tu primera caída, Señor, la veo tan humana que en ella puedo descubrir nuestras diarias caídas, fruto de nuestras diarias flaquezas. Tú no sólo te levantas, nos enseñas también a levantarnos. Y cuando nuestras fuerzas ya no dan para más, Tú mismo te haces fortaleza nuestra para ponernos en pie de caminar otra vez.

En la familia, Señor, se dan muchas caídas. Habíamos soñado con un amor limpio, un amor desinteresado, generoso, un amor a toda prueba. La vida nos está diciendo lo contrario. Ni es tan desinteresado ni tan generoso como creíamos. Caemos fácilmente en la tentación de sentirnos de nuevo solteros. La tentación de pensar que nuestro tiempo es de solteros, del que podemos disponer a nuestro antojo. De que nuestro dinero, nuestras cosas, siguen siendo como de solteros y que más que “nuestras” siguen siendo “mías”. Incluso, caemos en la fácil tentación de pensar que nuestro corazón sigue teniendo opciones y libertades de soltero.

Y caemos. Pero al caer nadie cae solo. En nuestra caída hacemos caer las ilusiones y las esperanzas del otro.

Pero, si al menos, cuando caemos encontrásemos a nuestro lado la generosidad del corazón del otro, nos sería más fácil levantarnos. Pero, cuántas veces, Señor, nuestra debilidad tropieza con el egoísmo, el orgullo, la vanidad, la dureza del otro, que en vez de tendernos su mano, hecha corazón, nos tiende su recriminación, la acusación y hasta la posible condena de un “ya no nos entendemos, “ Nos separamos”.

Señor: reconocemos que somos humanos y por eso mismo débiles. Danos capacidad de amarnos, como Tú nos amas, aun desde nuestras flaquezas.

Señor: que cuando alguno de nosotros tenga que besar el polvo de la humillación por haber sido infiel a las exigencias amorosas del otro, que el amor de éste sea tan fuerte que nos levante y ponga en pie.

Señor: que nuestro amor sea más fuerte que nuestras caídas y que juntos los dos caminemos unidos en la diaria lucha por hacer realidad nuestra vocación de pareja.


IV Estación

Abundan las madres… ¿Dónde están los padres?

En tu caminar hacia el Calvario hubo muchas ausencias. El dolor suele ser el momento de las ausencias humanas. Pero el dolor ha sido siempre el lugar, el momento y el espacio de las presencias maternas.

Por eso, en tu Vía-Crucis no podía faltar tu Madre. Las madres son como las raíces de los árboles. Dan vida y luego se ocultan en el silencio de la tierra para no ser vistas mientras se recolectan los frutos de las ramas. Sin embargo, allí siguen ellas alimentando tronco, ramas y frutos. Cuando se secan las raíces todo se muere. Igualmente, todo se ensombrece cuando faltan las madres.

Vivimos, Señor, en una sociedad de madres. Pero, aunque nos duela, es una sociedad sin padres. Hay demasiados hijos que siguen por las calles de la vida buscando en cada rostro de hombre el rostro invisible de su padre, que oculta su paternidad en el anonimato, la cobardía o el falso honor de un apellido que no se debe manchar.

Son demasiados los hijos, Señor, que tienen que pagar con su soledad la felicidad de un padre que los cambió por otros amores, tal vez, hasta por otros hijos que no son suyos. Tenemos demasiados hogares, Señor, donde los niños duermen cada noche sin el beso de papá y se levantan cada mañana esperando el saludo de un padre que no está en casa.

Señor, felizmente, aún nos quedan las madres. Aún quedan ahí esos corazones maternales que a pesar del sufrimiento interior de su corazón que padece el fracaso de su matrimonio, siguen siendo fieles a su maternidad que ahora es también paternidad. En tu caminar no podía estar ausente el rostro, la mirada, el corazón de la Madre.

Señor: gracias por el corazón que has dado a cada una de nuestras madres
y que tantas veces es el único corazón que nos queda para ser amados.

Señor: gracias por tantas madres capaces de renunciar a su felicidad por ser fieles a la voz de su maternidad y al cariño de sus hijos.

Señor: a esos padres anónimos, padres sin rostro, hazles sentir que en la vida hay unos hijos que cada noche y cada mañana los siguen esperando en casa.


V Estación

La riqueza del amor es sentir necesidad del otro.

Señor: junto al pozo, sentado por la fatiga, pediste agua a una mujer. Hoy, camino de tu muerte, sientes necesidad de que alguien te preste sus fuerzas porque las tuyas están desfallecidas.

Tú no tienes dificultad en sentirte débil y expresar tus necesidades. No rechazas las ayudas humanas, generosas, unas, forzadas, otras, que el hombre pueda ofrecerte.

Amar, Señor, es expresar la riqueza de nuestro corazón. Y, a la vez, es también su gran pobreza. Porque para amar necesitamos siempre del otro. Lo necesitamos para poder amarlo. Y lo necesitamos para sentirnos amados. Nos casamos porque los dos teníamos mucho que darnos. Pero a la vez, ambos teníamos demasiados vacíos que sólo el otro podía llenarlos. El amor humano es eso: abundancia e indigencia, riqueza y pobreza.

Sentir que alguien nos necesita es experimentar nuestra grandeza. Sentir la necesidad de alguien a nuestro lado es abrirnos los ojos a nuestras propias necesidades.

En nuestro caminar de esposos han pasado muchas cosas, Señor. Nuestro orgullo nos impide muchas veces manifestar la necesidad que tenemos del otro. Nuestro egoísmo nos hace prescindir de él. Tenerlo ahí como algo inútil que ya no sirve. Le hacemos sentir que ya no nos interesa. Que ya no nos es esencial en nuestra vida. ¡Cuántas veces, Señor, nuestro trabajo, nuestras amistades, nuestras aficiones son más importantes que nuestro esposo o nuestra esposa, nuestros hijos o nuestros padres! ¡Cuántas veces nos damos el uno al otro, no para hacerle sentir nuestro amor sino como quien le demuestra un favor…! Le hablamos, no porque nos interese su conversación, sino por educación. Salimos juntos, no porque sintamos la alegría de nuestra mutua compañía, sino para conservar nuestra imagen social. Pero nuestra presencia juntos no nos une ni enriquece.

Señor: danos un amor tan profundo que nos hagas sentir que el otro es lo más importante para nosotros en la vida.

Señor: haznos lo suficientemente humildes para que podamos superar nuestra autosuficiencia y volvamos a sentir la necesidad del calor humano del otro.

Señor: devuelve a nuestros corazones de esposos aquel amor sincero y necesitado que nos haga capaces de aceptar el don que el otro nos ofrece.


VI Estación

Se necesitan más fotografías de Dios.

La valentía tiene su recompensa. La audacia nos hace correr riesgos, pero tiene sus compensaciones. La Verónica tuvo la valentía de ser distinta al resto de curiosos. Tuvo la audacia de romper con las normas y formalismos. La recompensa no se hizo esperar. Allí quedó, como testimonio vivo, la imagen del rostro de Jesús. Desde ese día, los delantales estuvieron de fiesta.

Cada uno de nosotros, Señor, somos una copia de tu rostro. Cada uno de nosotros es una imagen viva tuya: “Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra”. “Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios los creó, macho y hembra los creó.” (Gn. 1,27)

Esposo y esposa, hombre y mujer, he ahí, Señor, tu verdadero rostro humano. Pero ¿rostro de qué? Si tú no tienes cara. No tienes rostro… Rostro, Señor, de ti mismo, de tu ser profundo que es amor.

Cada vez que nos amamos de verdad; cada vez que, en vez de dos nos sentimos uno, estamos expresando al mundo la belleza y la riqueza de tu ser de Padre. No es a través de lo que hacemos o de lo que tenemos, sino a través de lo que nos amamos, que expresamos y revelamos al mundo la verdad de tu ser divino.

Como padres, nos has encomendado plasmar tu imagen y tu semejanza en cada uno de nuestros hijos. También ellos son copias de la belleza divina de tu amor.

Por el Bautismo, nuestros hijos, que llevan ya impresa tu imagen mediante nuestra acción creadora, se han configurado luego con la imagen y el rostro de tu Hijo Jesús.

Por nuestro ser hombre y mujer somos imágenes de tu ser trinitario. Por el Sacramento del Matrimonio somos el rostro de tu amor redentor y salvífico.

Señor, en nuestro hogar, hay muchos rostros tuyos. Hay muchas imágenes y semejanza tuyas. Y entre todos queremos ser esa gran imagen viva de tu Trinidad amorosa, verdadera y una, en la comunión y comunidad de vida y de amor.

Señor: que cada uno de nosotros sienta la alegría y el gozo de ser un rostro vivo de tu rostro.

Señor: que como pareja seamos el rostro de tu alianza salvífica con el hombre.

Señor: que nuestros hijos, en su caminar, por los caminos de la vida, no destruyan ni estropeen la belleza de tu rostro impresa en ellos por nuestro amor y por la gracia de tu Bautismo.


VII Estación

Sólo quienes están en pie pueden levantar a los que han caído.

Tus caídas, Señor, nos dan miedo y a la vez nos alientan. Nos dan miedo, porque tememos al fracaso. Y nos alientan, porque nos hacen sentir más fuertes que los mismos fracasos.

En nuestra vida, Señor, los fracasos y los triunfos, las victorias y las derrotas, caminan con nosotros en constante diálogo. Son nuestra música de fondo.

Sobre todo, nos asustan nuestros fracasos como padres. Tenemos miedo a ver a nuestros hijos caídos, destruidos, rotos por los caminos de la vida. Cuando un hijo nos falla, nos ha salido “torcido”, cuando se nos ha descarriado, sentimos que nuestra paternidad y maternidad han sido inútiles, han sido un fracaso. Sus derrotas se hacen interrogantes en nuestro amor de padres. ¿En qué hemos fallado? ¿En qué nos hemos descuidado? ¿Es que no hemos sabido educarlo?

El vacío, la desilusión y la desesperanza intentan entonces apoderarse de nuestros corazones que se cierran sobre sí mismos para rumiar la amargura de ser unos padres fracasados.

Sin embargo, Señor, es entonces cuando nuestros corazones y nuestros espíritus debieran estar más fuertes que nunca. Hundirnos en nuestra pena es dejarnos hundir juntamente con ellos. Ahogarnos en nuestra amargura y frustración es ahogarnos con ellos.

Es duro, Señor, aceptar el fracaso. Pero es de cristianos que ponen su última esperanza en , mantenerse firmes. Pues solo estando en pie será posible ayudar a que se levanten los que han caído.

Queremos ser padres firmes en la fe para poder sostener a los padres e hijos que dudan. Firmes en la esperanza, para dar seguridad a los que vacilan. Queremos avivar nuestro amor, pues sólo el amor tiene fuerza de conversión de los corazones.

Señor: que los fracasos de nuestros hijos no los decepcionen de la vida sino que les sirva de estímulo para luchar hasta triunfar.

Señor: que los hijos que se nos han desviado del camino, tengan la sinceridad y la valentía del Hijo Pródigo para ponerse en camino de regreso a casa.

Señor: que cuantos tenemos algún Hijo Pródigo por esos caminos de la vida, tengamos suficiente amor como para hacer fiesta por su retorno.


VIII Estación

La familia de los sin familia:

Primero fue tu Madre. Ahora son otras madres. Ellas también tienen hijos. Pero su amor materno no las cierra para sentir los problemas de otros hijos que o son los suyos. Esas piadosas mujeres, madres a la vera de tu camino de la Cruz, te ofrecen lo único que les es posible ofrecerte: el sentimiento de su corazón en el obsequio de sus lágrimas.

Que fácil nos resulta encerrarnos en nuestra propia felicidad. Cuántas veces la felicidad de nuestro hogar se hace cortina de humo que nos impide ver y compartir el dolor de otros hogares que sufren.

En el Vía-Crucis de la vida hay muchos niños, muchos hijos que caminan arrastrando el peso de la vida. Niños sin pan. Niños sin educación. Niños sin salud. Y sobre todo, niños cuya carencia fundamental es la carencia del cariño, del amor, de la ternura. La carencia de un hogar.

También ellos, Señor, caminan cargando una cruz. ¿Crucecitas de tamaño niño? Tal vez son ellos, los niños, quienes cargan cruces tamaño adulto. A caso son las cruces que nosotros mismos los mayores hemos dejado tiradas en el camino o sencillamente nos hemos liberado de ellas cargándoselas a ellos…

No. No son ellos los causantes de esas condiciones sociales políticas y económicas injustas. No son ellos los responsables de los hogares que nosotros rompemos y destruimos. No son ellos los culpables de la irresponsabilidad nuestra de adultos. Ni son ellos los responsables de una sociedad inhumana y sin corazón.

Son niños que, más que lágrimas, que ya tienen suficientes con las suyas, lo que necesitan es un hogar, una familia, un padre y una madre.

Niños que no necesitan se les compadezca inútilmente, sino que la sociedad les brinde pan, salud, educación, una vida humana digna de personas.

Son niños que están a la espera de unos padres adoptivos, de una familia adoptiva, que por encima de la carne y de la sangre los acepte como hijos y como hermanos.

Señor: que la felicidad de nuestro hogar no nos impida ver la verdad de tantas vidas sin ganas de vivir.

Señor: que la felicidad de nuestro hogar no sea para nosotros solos sino que podamos compartirla con aquellos que la añoran como imposible.

Señor: abre nuestro corazón y así como Tú nos has hecho por el Bautismo hijos de adopción, igualmente nosotros sepamos adoptar como hijos nuestros a esos hijos de nadie y que son hijos de todos.


IX Estación

Nadie fracasa en solitario.

Señor, Tú caes en todos los que caen. Pero no para dejarlos caídos, sino para que se levanten. Tú caes allí donde cada uno de nosotros fracasamos. Nuestros fracasos te duelen, como si fuesen tus propios fracasos. No nos quieres ver caídos. No nos quieres ver fracasados. No nos quieres ver vencidos. Tus caídas son otras tantas solidaridades con nuestras debilidades.

Lo raro, Señor, es que nuestros fracasos suelen ser por nada. Cuando fracasamos en nuestro amor de esposos, no fracasamos para hacer triunfar a los demás. Nuestros fracasos nos hunden y hunden a otros. Destruyen a cuantos están a nuestro alrededor.

Tus caídas nos ayudan a nosotros a saber luchar para ser más fuertes que nuestras propias debilidades. Pero nuestros fracasos como pareja, ese estar juntos, pero separados… ese no ser capaces de compartir ya nuestro amor… ese buscar la salida fácil por el camino del divorcio ¿a quién ayuda, Señor? ¿A quién ayuda esa nuestra caída bajo el peso de nuestros egoísmos?

¿A nosotros como pareja? Señor, tú nos recordaste que por el matrimonio “dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos serán como una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues, lo que Dios unió que no lo separe el hombre.” (Mt.19, 5-6)

El divorcio nos destruye. Trunca nuestras vidas y nuestro futuro. ¡No! El divorcio no nos ayuda como pareja, por más que pensemos en él como la fuga a los problemas que tenemos. No nos ayuda como solución a nuestros conflictos que deben ser solucionados como adultos en la verdad y en el amor. Pero el divorcio no es solución. Es fuga a cualquier intento de volver a ser pareja entre los dos.

¿A nuestros hijos? Son ellos las víctimas que se ven precisados a asistir a la inmadurez de sus padres y a ser los testigos que viven en propia carne el orgullo o el egoísmo de quienes no son capaces de regalarles el hogar con el que siempre soñaron.

¿A la sociedad? Tampoco, Señor, porque cada vez que una pareja es infiel a su compromiso de amor es una invitación a los demás a no comprometer definitivamente su palabra, ni siquiera el amor.

Señor: gracias, porque en tus debilidades te haces solidario de las nuestras y nos enseñas a ser fuertes.

Señor: que en nuestras dificultades como pareja no busquemos la puerta fácil del divorcio sino que contemos con tu gracia, capaz de sanar nuestros corazones heridos.

Señor: que los hijos, víctimas del divorcio de sus padres, encuentren en nosotros un amor sincero para que no renuncien a creer en el amor.

X Estación

Lo superfluo no siempre nos hace felices.

Señor, para morir basta bien poco. Hay que despojarse de todo. La vida nace desnuda. La vida que nace de la muerte también nace desnuda. Le sobran los trapos. Le sobra todo. Al que ama de verdad no le hacen falta muchas cosas. El amor es ya de por sí un don. Un don suficiente.

Llegado al Calvario, te desnudan, Señor. Te quitan lo poco que te quedaba. Tu túnica. Ahora sólo te queda la piel de tu cuerpo y ella no toda, pues pedazos se han quedado pegados al madero por el camino. Para morir, no necesitas más. Para amar, no necesitas más. Para resucitar no necesitas más.

Señor, nosotros hacemos al revés. Para amarnos, primero necesitamos cosas. Necesitamos no nos falte nada. Y cuántas veces, Señor, realmente no nos falta nada porque tenemos casa, tenemos nevera, televisor, tenemos video, dinero… Tenemos…tenemos… Sí, cuántas veces lo tenemos todo para amar, menos el amor. Ponemos las seguridades de nuestro amor en el tener y no en la limpieza, honestidad, sinceridad y bondad de nuestro corazón.

Es cierto, Señor, que el amor no basta para vivir. Se necesitan cosas. También ellas son necesarias. Pero, cuántas veces, Señor, por disfrutar de lo superfluo sacrificamos la verdad misma de nuestro amor de esposos y de padres. Cuántas horas de trabajo, no para ganar lo necesario, sino para conseguir lo superfluo. De ese modo, en vez de amor nos prestamos cosas. En vez de regalarnos con el tiempo para estar juntos, preferimos obsequiarnos cosas inútiles con las que poder distraer nuestros momentos de aburrimiento. Sustituimos el amor de padres, el tiempo de padres, el espacio de padres, regalando los caprichos, los gustos, el espíritu novelero e inmaduro de nuestros hijos.


No, Señor. Lo superfluo no es necesario para la felicidad. Lo superfluo no nos hace mejores esposos ni mejores padres. Hasta es posible que lo superfluo se convierta en la polilla que poco a poco va carcomiendo nuestro amor hasta dejarlo vacío.

Señor: que nunca nos falte lo necesario para una vida humana digna. No te lo pedimos regalado sino que lo podamos ganar con nuestro trabajo.

Señor: que no pongamos como seguridad de nuestro amor lo superfluo. Te pedimos que lo superfluo no sea jamás más importante que las personas.

Señor: que no hagamos depender nuestra felicidad ni la felicidad de nuestros hijos de esas cosas superfluas al precio de sacrificar nuestras relaciones como personas.

XI Estación

Una cruz y tres clavos son suficientes.

Señor, cuando alguien es condenado al paredón de fusilamiento se le suele tapar los ojos. ¿Será porque tienen miedo a su última mirada? A . Señor, antes de ejecutarte en el paredón de tu Cruz, no te taparon los ojos. A te aseguraron bien clavándote de pies y manos. Así estabas más seguro. Así eras más inofensivo.

Es que para morir se necesita ser libre. La muerte, sobre todo una muerte como la tuya, debe ser obra de la libertad. Y cuanto más uno renuncia a las libertades externas con libertad, más libre se hace interiormente el corazón.

El amor, Señor, aún nuestro amor humano de pareja es también una muerte. Muerte gozosa, porque es la muerte que hace posible el milagro de que dos “sean uno.” También nosotros hemos querido morir para comenzar algo nuevo entre los dos. Una cruz era suficiente. Una cruz bastaba. La cruz de los que se hace una sola cruz.

También nosotros necesitamos ser crucificados si queremos que nuestro amor nazca de la libertad profunda de nuestro ser. E igual que a ti, también a nosotros nos son suficientes tres clavos.

El clavo que crucifica nuestras libertades individualistas. Las crucifica. No las mata. Seguimos siendo libres, pues la libertad es un don tuyo. Pero el Sacramento de nuestro amor crucificó nuestras dos libertades para hacer de ella una sola. Crucificamos nuestra libertad de opción, optando el uno por el otro en una opción que es para siempre. Crucificamos nuestra libertad como decisión definitiva de nuestras vidas en un proyecto común de pareja.

El clavo de nuestra fidelidad. Crucificamos el amplio mundo de nuestras posibilidades, consagrándonos el uno al otro en la promesa de fidelidad de nuestras mentes, en la fidelidad de nuestros corazones, en la fidelidad de nuestros cuerpos. Y sobre todo, en la fidelidad al proyecto de vida de nuestra mutua relación.

El clavo de la indisolubilidad. El clavo de la máxima libertad. El clavo de la libertad como eterna opción. No somos libres cuando somos incapaces de ejercer la libertad en una opción que programe, canalice y encauce nuestras vidas. No optar para poder seguir optando es miedo a ser libres. Nosotros, por el sacramento, hemos ejercido nuestra libertad de decirnos un “sí” hasta que la muerte nos separe.

Señor: que en nuestro amor de esposos, sintamos la misma libertad del corazón que Tú sentías al ser clavado en tu Cruz de madera.

Señor: que seamos siempre fieles a nuestro compromiso de fidelidad como Tú fuiste fiel al compromiso de obediencia a tu Padre.

Señor: que a lo largo de nuestra vida sigamos siendo libres ejerciendo gozosamente la libertad de mantenernos unidos indisolublemente.


XII Estación

Del miedo a la muerte al gozo de la vida.

Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo. Pero si muere, da mucho fruto.” (Jn.12, 24) “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre.” (Jn.12, 23)

Muerte y fecundidad. Muerte y glorificación.

Tu muerte, Señor, da inicio a la fecundidad del Espíritu. Tu muerte es el amanecer de tu propia glorificación y la glorificación del amor del Padre. Se tiene miedo a morir cuando se tiene miedo a correrse los riesgos de la vida. Sólo el gozo de vivir es capaz de vencer el miedo del morir.

El amor tiene mucho de muerte, porque lo tiene todo de vida. La vida se paga a precio de muertes. De esas pequeñas y grandes muertes de cada día. La muerte de nuestros egoísmos, la muerte de nuestro “yo”, la muerte de nuestro tener, disponer, hacer.

Nos casamos para darnos vida y dar la vida. Y sólo nos regalaremos el uno al otro esa vida en la medida en que nos regalemos el uno al otro nuestras propias muertes. “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada.” (Ef.5,25-27)

El amor nos hace morir a nosotros mismos para resucitar en el corazón del otro. El amor nos hace morir como pareja a nuestros propios intereses, para juntos resucitar los dos en una nueva versión de nosotros mismos en el hijo. Es el valor de la vida quien nos revela el valor de la muerte. Es la belleza de la vida la que nos descubre la hermosura del morir.

Señor: arranca de nuestros corazones esos miedos que tenemos a morir el uno por el otro y haznos capaces de vernos resucitados el uno en el corazón del otro.

Señor: descúbrenos la belleza de la vida, para que nosotros descubramos la belleza de la aceptación del morir.

Señor: revélanos la belleza de la vida de nuestros hijos para que tengamos menos miedo a morir a lo nuestro y nuestro corazón sienta la generosidad de compartirla.


XIII Estación

Cuándo se van los hijos y nos quedamos solos los dos.

Jesús está muerto. Sólo quedan ahí los restos de una vida. Es la tarde de los silencios. La tarde de las soledades maternas. Es la tarde de los silencios, pero no de los vacíos.

El corazón de la Madre siente el silencio de el hijo que se fue. Pero siente también la plenitud de la maternidad vivida, realizada y cumplida.

Señor, nos hiciste para el amor. No podemos vivir sin amar y sin ser amados. Nacimos a la vida como pareja, como ese pequeño tronco de árbol frágil y débil. Pero poco a poco nuestro tronco echó brotes, ramas, hojas y flores. Y así se fue armando día a día nuestro hogar, nuestra familia. Todo comenzó por dos que hacíamos uno solo. Luego ya no éramos solo uno sino varios. Éramos pareja. Fuimos familia.

Pero la vida, Señor, nos ha ido dejando de nuevo tronco sin ramas, sin flores nuevas. Nuestro hogar se ha ido poco a poco quedando cada vez más solo y sin canciones.

Hoy, en el atardecer de nuestras dos vidas, que siguen siendo una sola vida, ya no queda sino una sola canción. La canción serena, tranquila de quienes se miran al espejo y descubren la serenidad de unos rostros que se miran el uno al otro, no con la nostalgia de lo que fueron, sino con el gozo de lo que se dieron. El gozo de la vida que repartieron. El gozo del amor que sembraron.

Nuestros corazones están llenos. Llenos, cada uno seguimos llenando al otro. Y llenos porque sabemos que en otros nidos, en otros hogares, sigue cantando la vida, nuestra vida, en la vida de nuestros nietos.
No, Señor, no fue inútil vivir. No fue inútil el habernos amado tanto. No fue inútil el habernos querido tanto hasta esta tarde tranquila de un sol que ya no quema, pero ilumina y da calor. No. No fue inútil haber engendrado unos hijos, que también hoy ellos están repitiendo y andando el camino por nosotros recorrido. Ellos se fueron. Tenían que irse. Y nosotros aquí nos quedamos a la espera de irnos también, cuando el Padre lo diga.

Señor: gracias, por esta paz serena de nuestros corazones de esposos, que aún hoy siguen calentándose el uno al lado del otro.

Señor: gracias, por esos hijos nuestros que se fueron llevando en sus corazones un poco del fuego y del calor que les hicimos sentir a nuestro lado.

Señor: gracias, por esas vidas tiernas de nuestros nietos que nos hacen olvidar un tanto nuestros años y nos hace revivir el gozo de nuestro pasado.


XIV Estación

El amor es más fuerte que la muerte.

La muerte, Señor, fue la última palabra que los hombres pudieron decir sobre tu vida. Pero la última palabra nunca es la palabra humana. La última siempre es la palabra divina. Por eso, la última palabra no es la muerte sino la vida. Tú ahí estás metido en tu sepulcro, a la espera del tercer día. A la espera de que el grano de trigo de su fruto. La vida escribirá tu epitafio definitivo: Resucitó. No está aquí.

Señor, nosotros hemos vivido tantos años juntos, que ya nuestras vidas no tienen sentido la una sin la otra. Sentimos que son dos vidas que se pertenecen. Y las dos te pertenecen a .

Pero sabemos que algún día, la muerte intentará separarnos. Nosotros mismos hicimos esta confesión de fe a la hora de consagrarnos el uno al otro por el Sacramento del Matrimonio, “hasta que la muerte nos separe.”

Señor, nos daría miedo la muerte si no tuviésemos fe en . Tendríamos miedo a la muerte, capaz de separar lo que durante toda una vida hemos estado uniendo, restañando, fusionando. Pero, aún así, sabemos que tampoco la muerte será la última palabra en nuestra vida de amor. El amor no muere ni siquiera con la muerte. Pues aún entonces seguiremos amándonos después de la muerte.

Nuestro amor fue más fuerte que todas las dificultades de la vida. Fue más fuerte que nuestra pobreza y riqueza. Fue más fuerte que nuestra salud y nuestra enfermedad. Fue más fuerte que nuestras alegrías y nuestras penas. Por eso estamos esperanzados que ahora, será también más fuerte que nuestra misma muerte.

Sabemos que también en nuestro tercer día, también la vida escribirá nuestro epitafio eterno: se amaron y resucitaron. Nuestros hijos y nuestros nietos seguirán poniendo flores a nuestras tumbas, mientras nosotros los viejos cantaremos juntos en la casa del Padre Dios, la canción del amor eterno.

Señor: gracias porque nuestro amor ha sido más fuerte que todas sus dificultades y hoy nos abrimos gozosos a la esperanza del nuevo amor eterno.

Señor: gracias porque nuestra fe se hace esperanza, incluso, frente a la realidad de nuestra muerte.

Señor: gracias porque ni siquiera la muerte será capaz de separar lo que Tú uniste un día por el Sacramento.

XV Estación

De las presencias al gozo de las ausencias.

Señor: te habías ido. Y te has quedado. Te habías ido y sigues presente. Te creíamos ausente y cada día te podemos seguir compartiendo a la mesa en la fracción del pan.

Ahora tus discípulos entienden tu pasado. Recién ahora entienden, comentan y viven las experiencias compartidas contigo durante tres años. Ahora estás más presente que antes. Antes, ellos no comprendían, a veces les parecías raro, demasiado exigente. Además tenías caminos que concertaban. Parecías no estar en la línea de lo que todos hacían.

Señor, al verte a resucitado, estamos pensando en nosotros mismos. También nosotros, igual que Tú, nos iremos. Los hijos, los nietos nos verán como ausentes. Dirán: “el vacío de nuestros padres…” el vacío que dejaron los abuelos…” Pero estamos seguros que esos vacíos poco a poco empezarán de nuevo a llenarse de presencias. Será la presencia del recuerdo. El recuerdo de nuestro amor. El recuerdo de nuestros sacrificios por ellos. El recuerdo de nuestros esfuerzos en la lucha por la vida. Esos recuerdos se harán presencias. “Casi no lo puedo creer… Si parece que se siente aún su presencia entre nosotros…” Todo nos habla de ellos.”

Recordarán, Señor, nuestro amor fiel y eterno de esposos, que es nuestro mejor regalo y nuestra mejor herencia como padres. Recordarán nuestros momentos duros, difíciles. Pero también nuestra capacidad de buscar caminos y respuestas honestas. Recordarán nuestro amor de padres.

Señor: seremos recuerdo, forma humana de hacer que aquellos a quienes se ama no mueran nunca del todo. Por eso seguiremos vivos junto a , compartiendo tu presencia, y seguiremos vivos, en la presencia y el gozo del recuerdo humano.

Señor: que cuando nuestros hijos nos recuerden aprendan de nuestro amor un amor indisoluble hasta la muerte y más allá de la muerte.

Señor: que cuando nuestros hijos llenen sus vidas con nuestro recuerdo, sientan como tus Discípulos, la ilusión y las ganas de hacer algo bello en la vida.

Señor: que cuando nuestros nietos nos recuerden, para ellos paz en sus corazones, aliento en sus espíritus y siempre una llamada a la esperanza humana y cristiana.


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