Por:
P. Clemente Sobrado, C. P.
Pasionista
PRESENTACIÓN:
Señor: Somos familia.
Vivimos en familia. Somos tu familia. Y como familia somos tu
pequeña Iglesia Doméstica. Una familia que camina como Iglesia. Y
una Iglesia que camina como familia.
Igual que tu Iglesia,
también nuestra familia tiene un camino que recorrer. Un camino que
andar. Igual que tu Pueblo en el desierto, también nuestra familia
está llamada a salirse de sus esclavitudes; a caminar en la fe por
el largo desierto de sus pruebas y dificultades. A caminar entre
fidelidades e infidelidades, por ese desierto de la esperanza humana
y cristiana.
Señor:
al recorrer contigo este camino del
Vía Crucis, queremos hacerlo como familia. Queremos vivir tu
Vía-Crucis como tú vives el nuestro. Si nuestro Vía Crucis es, en
parte, causa del tuyo, ahora queremos que el tuyo sea causa de
esperanza en el nuestro de cada día.
En nuestra familia,
Señor, hay una Cruz grande. La tuya. Es la Cruz que preside
nuestras pequeñas y grandes cruces. Es la Cruz que ilumina las
sombras que sobre nosotros proyectan a diario nuestras cruces.
Que al recordar y
recorrer juntos, en familia, este tu Vía-Crucis, podamos unirnos
todos un poco más a ti, y a la vez, unirnos un poco más entre
nosotros, para que juntos, podamos ayudarnos a compartir los unos las
cruces de los otros, a fin de que solidarios en nuestro caminar,
cargados con nuestras cruces, nos hagamos igualmente solidarios en
nuestras esperanzas pascuales.
I – Estación
El Amor no condena, el
amor perdona.
“Tanto amó Dios
al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en
El, no perezca sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado
a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se
salve por El.” (Jn. 3, 16-17)
“Que nadie
perezca, sino que viva.”
Tú, Señor, eres vida. No eres muerte. Y amas tanto la vida y
nuestra vida, que te atreves a aceptar tú la muerte para que podamos
nosotros vivir.
Nuestro amor de
esposos es también una llamada a la vida. Nuestro amor es la
llamada que cada uno hace al otro para que sienta las ganas y el gozo
de vivir. Y sin embargo, cuánta llamada de muerte hay en nuestro
amor conyugal… Nuestros egoísmos
individualistas siembran cada día muerte en nuestros corazones y en
el corazón de nuestros hijos. El amor, que un día, nos hizo
capaces de unir nuestras vidas en un “hasta que la muerte nos
separe”, hoy se ve herido por el egoísmo
de cada uno, anticipando esa muerte diaria que tantas veces termina
en separaciones prematuras. Nos separamos el uno del otro y los dos
de nuestros hijos, no tanto por la muerte, sino por esas muertes
diarias en vida.
Señor:
renueva nuestro amor para que en
nuestro hogar haya más unión, más comunión, menos muerte de
ilusiones, de esperanzas y de corazones.
“No para condenar sino
para salvar”. El amor no condena. Por eso tu misión no era la de
condenar a nadie sino la de llamar a la vida. Y sin embargo, Tú
fuiste condenado a morir por aquellos mismos a quienes ofrecías el
regalo y el don de la vida.
Qué fácil nos resulta a
nosotros condenar, acusar y juzgar. En vez de reconocer nuestras
debilidades personales de esposos, de padres, de hijos, de hermanos,
preferimos acusarnos mutuamente. Nuestro hogar se convierte, muchas
veces, más que en nido de amor y cariño, en tribunal que acusa,
juzga y condena.
Señor:
danos luz para reconocer y confesar
nuestros errores, en vez de cargárselos a los demás.
Señor:
danos el coraje de aceptar las
llamadas de atención que nos vienen de nuestros seres queridos, sin
revelarnos en contra de ellos por más que nuestro orgullo y amor
propio se nos revele.
Señor: que en nuestro
hogar no haya víctimas. Que cada uno esté al servicio de los otros
para que los otros vivan.
II Estación
"Sobrellevaos mutuamente
los unos a los otros.." (Ef. 4, 2-3).
Es duro, confesarlo, pero
es la verdad, Señor. El mundo no pudo soportarte. Eras demasiada
luz para cuantos prefieren vivir en las tinieblas de la mentira de la
vida. Eras demasiado bueno como para dejarte compartir nuestro
banquete. Si hubieses sido un poco más “como todos”, como “todo
el mundo”, de seguro no hubiese pasado nada contigo.
Por eso tuviste que cargar
con la cruz de todos los malos. Tal vez esa sea la suerte de los
buenos. O a caso, tal vez sea ésa la grandeza de los corazones
buenos: echarse encima las cruces de los otros. Lo original de tu
Cruz no era el ser cruz, sino el no ser tu cruz sino la cruz de los
demás. Esa es la misión de todo el que ama de verdad. Esa es la
vocación del amor.
Como esposos, también
nosotros nos dijimos un día “prometo amarte en las alegrías y en
las penas, en la enfermedad y en la salud, en la riqueza y en la
pobreza, para amarte y servirte todos los días de mi vida.” Ese
fue nuestro compromiso de boda. Eso nos confesamos el uno al otro
cuando de verdad nos amábamos.
Sin embargo, en nuestro
caminar por la vida, cuánta cruz hemos dejado caer de nuestros
hombros sobre los hombros del otro. Hemos entendido nuestro amor más
como el egoísmo de ser servidores que el de ponernos el uno al
servicio del otro. Imponemos al otro que nos aguante, que nos
acepte. Pero qué difícil nos resulta cada día soportar al otro en
sus debilidades, en sus caprichos, en sus flaquezas.
Amar es compartir con el
otro. Compartir sus alegrías y sus penas. Resulta fácil compartir
los momentos de fiesta en la vida. No aguantamos sus malos momentos,
sus días difíciles, sus estados de ánimo. Nos es más cómodo
dejar al otro caminar a solas con sus propias penas a que nos
fastidie con sus quejas, sus lamentos. A veces, ni siquiera nos
dicen nada sus lágrimas.
Nuestra paternidad debiera
ser la fiesta de la vida del amor. Sin embargo, hoy, los hijos nos
resultan una carga demasiado pesada. Coartan nuestra libertad.
Impiden nuestra comodidad. Dificultan nuestros proyectos de
felicidad. Preferimos el camino fácil de la infecundidad de nuestro
amor.
Como hijos buscamos la
libertad. La obediencia nos resulta incómoda y fastidiosa.
Preferimos nuestra autonomía. Nuestra independencia, a la expresión
filial de nuestro reconocimiento al amor de nuestros padres a través
de la obediencia.
Señor:
que como esposos no nos carguemos
mutuamente con esas pequeñas-grandes cruces de cada día, sino más
bien, que el uno encuentre siempre en el otro al compañero con quien
compartir el peso de nuestras penas y dolores.
Señor:
que como padres, sepamos llevar
gozosos la cruz que significa el dolor de engendrar, hacer crecer y
madurar humana y cristianamente a nuestros hijos.
Señor:
que como hijos, sepamos aceptar las
exigencias de nuestros padres, su modo distinto de pensar, su manera
diferente de ver las cosas y que en sus momentos de dolor podamos
ayudarles a describir el gozo de su paternidad.
III Estación
El amor levanta a los que
han caído.
Caer es la ley de gravedad
de las cosas. Y caer también es la ley de gravedad de la debilidad
humana. Solo que las cosas caen y no se levantan. Hay que
levantarlas. Mientras que el hombre tiene capacidad de caer,
levantarse y ayudar a que otros caídos como él puedan también
volver a erguirse en la vida.
Por eso, tu primera caída,
Señor, la veo tan humana que en ella puedo descubrir nuestras
diarias caídas, fruto de nuestras diarias flaquezas. Tú no sólo
te levantas, nos enseñas también a levantarnos. Y cuando nuestras
fuerzas ya no dan para más, Tú mismo te haces fortaleza nuestra
para ponernos en pie de caminar otra vez.
En la familia, Señor, se
dan muchas caídas. Habíamos soñado con un amor limpio, un amor
desinteresado, generoso, un amor a toda prueba. La vida nos está
diciendo lo contrario. Ni es tan desinteresado ni tan generoso como
creíamos. Caemos fácilmente en la tentación de sentirnos de nuevo
solteros. La tentación de pensar que nuestro tiempo es de solteros,
del que podemos disponer a nuestro antojo. De que nuestro dinero,
nuestras cosas, siguen siendo como de solteros y que más que
“nuestras” siguen siendo “mías”. Incluso, caemos en la
fácil tentación de pensar que nuestro corazón sigue teniendo
opciones y libertades de soltero.
Y caemos. Pero al caer
nadie cae solo. En nuestra caída hacemos caer las ilusiones y las
esperanzas del otro.
Pero, si al menos, cuando
caemos encontrásemos a nuestro lado la generosidad del corazón del
otro, nos sería más fácil levantarnos. Pero, cuántas veces,
Señor, nuestra debilidad tropieza con el egoísmo, el orgullo, la
vanidad, la dureza del otro, que en vez de tendernos su mano, hecha
corazón, nos tiende su recriminación, la acusación y hasta la
posible condena de un “ya no nos entendemos, “ Nos separamos”.
Señor:
reconocemos que somos humanos y por
eso mismo débiles. Danos capacidad de amarnos, como Tú nos amas,
aun desde nuestras flaquezas.
Señor:
que cuando alguno de nosotros
tenga que besar el polvo de la humillación por haber sido infiel a
las exigencias amorosas del otro, que el amor de éste sea tan fuerte
que nos levante y ponga en pie.
Señor:
que nuestro amor sea más fuerte que
nuestras caídas y que juntos los dos caminemos unidos en la diaria
lucha por hacer realidad nuestra vocación de pareja.
IV Estación
Abundan las madres…
¿Dónde están los padres?
En tu caminar hacia el
Calvario hubo muchas ausencias. El dolor suele ser el momento de las
ausencias humanas. Pero el dolor ha sido siempre el lugar, el
momento y el espacio de las presencias maternas.
Por eso, en tu Vía-Crucis
no podía faltar tu Madre. Las madres son como las raíces de los
árboles. Dan vida y luego se ocultan en el silencio de la tierra
para no ser vistas mientras se recolectan los frutos de las ramas.
Sin embargo, allí siguen ellas alimentando tronco, ramas y frutos.
Cuando se secan las raíces todo se muere. Igualmente, todo se
ensombrece cuando faltan las madres.
Vivimos, Señor, en una
sociedad de madres. Pero, aunque nos duela, es una sociedad sin
padres. Hay demasiados hijos que siguen por las calles de la vida
buscando en cada rostro de hombre el rostro invisible de su padre,
que oculta su paternidad en el anonimato, la cobardía o el falso
honor de un apellido que no se debe manchar.
Son demasiados los hijos,
Señor, que tienen que pagar con su soledad la felicidad de un padre
que los cambió por otros amores, tal vez, hasta por otros hijos que
no son suyos. Tenemos demasiados hogares, Señor, donde los niños
duermen cada noche sin el beso de papá y se levantan cada mañana
esperando el saludo de un padre que no está en casa.
Señor, felizmente, aún
nos quedan las madres. Aún quedan ahí esos corazones maternales
que a pesar del sufrimiento interior de su corazón que padece el
fracaso de su matrimonio, siguen siendo fieles a su maternidad que
ahora es también paternidad. En tu caminar no podía estar ausente
el rostro, la mirada, el corazón de la Madre.
Señor:
gracias por el corazón que has dado
a cada una de nuestras madres
y
que tantas veces es el único corazón que nos queda para ser amados.
Señor:
gracias por tantas madres capaces de
renunciar a su felicidad por ser fieles a la voz de su maternidad y
al cariño de sus hijos.
Señor:
a esos padres anónimos, padres sin
rostro, hazles sentir que en la vida hay unos hijos que cada noche y
cada mañana los siguen esperando en casa.
V Estación
La riqueza del amor es
sentir necesidad del otro.
Señor:
junto al pozo, sentado por la
fatiga, pediste agua a una mujer. Hoy, camino de tu muerte, sientes
necesidad de que alguien te preste sus fuerzas porque las tuyas están
desfallecidas.
Tú no tienes dificultad
en sentirte débil y expresar tus necesidades. No rechazas las
ayudas humanas, generosas, unas, forzadas, otras, que el hombre pueda
ofrecerte.
Amar, Señor, es
expresar la riqueza de nuestro corazón. Y, a la vez, es también su
gran pobreza. Porque para amar necesitamos siempre del otro. Lo
necesitamos para poder amarlo. Y lo necesitamos para sentirnos
amados. Nos casamos porque los dos teníamos mucho que darnos. Pero
a la vez, ambos teníamos demasiados vacíos que sólo el otro podía
llenarlos. El amor humano es eso:
abundancia e indigencia, riqueza y
pobreza.
Sentir que alguien nos
necesita es experimentar nuestra grandeza. Sentir la necesidad de
alguien a nuestro lado es abrirnos los ojos a nuestras propias
necesidades.
En nuestro caminar
de esposos han pasado muchas cosas, Señor. Nuestro orgullo nos
impide muchas veces manifestar la necesidad que tenemos del otro.
Nuestro egoísmo nos hace prescindir de él. Tenerlo ahí como algo
inútil que ya no sirve. Le hacemos sentir que ya no nos interesa.
Que ya no nos es esencial en nuestra vida. ¡Cuántas veces, Señor,
nuestro trabajo, nuestras amistades, nuestras aficiones son más
importantes que nuestro esposo o nuestra esposa, nuestros hijos o
nuestros padres!
¡Cuántas veces nos damos el uno al otro, no para hacerle sentir
nuestro amor sino como quien le demuestra un favor…! Le hablamos,
no porque nos interese su conversación, sino por educación.
Salimos juntos, no porque sintamos la alegría de nuestra mutua
compañía, sino para conservar nuestra imagen social. Pero nuestra
presencia juntos no nos une ni
enriquece.
Señor:
danos un amor tan profundo que nos
hagas sentir que el otro es lo más importante para nosotros en la
vida.
Señor:
haznos lo suficientemente humildes
para que podamos superar nuestra autosuficiencia y volvamos a sentir
la necesidad del calor humano del otro.
Señor:
devuelve a nuestros corazones de
esposos aquel amor sincero y necesitado que nos haga capaces de
aceptar el don que el otro nos ofrece.
VI Estación
Se necesitan más
fotografías de Dios.
La valentía tiene su
recompensa. La audacia nos hace correr riesgos, pero tiene sus
compensaciones. La Verónica tuvo la valentía de ser distinta al
resto de curiosos. Tuvo la audacia de romper con las normas y
formalismos. La recompensa no se hizo esperar. Allí quedó, como
testimonio vivo, la imagen del rostro de Jesús. Desde ese día, los
delantales estuvieron de fiesta.
Cada uno de
nosotros, Señor, somos una copia de tu rostro. Cada uno de nosotros
es una imagen viva tuya:
“Hagamos al hombre a imagen y
semejanza nuestra”. “Y creó Dios al hombre a imagen suya, a
imagen de Dios los creó, macho y hembra los creó.” (Gn.
1,27)
Esposo y esposa, hombre y
mujer, he ahí, Señor, tu verdadero rostro humano. Pero ¿rostro de
qué? Si tú no tienes cara. No tienes rostro… Rostro, Señor, de
ti mismo, de tu ser profundo que es amor.
Cada vez que nos amamos de
verdad; cada vez que, en vez de dos nos sentimos uno, estamos
expresando al mundo la belleza y la riqueza de tu ser de Padre. No
es a través de lo que hacemos o de lo que tenemos, sino a través de
lo que nos amamos, que expresamos y revelamos al mundo la verdad de
tu ser divino.
Como padres, nos has
encomendado plasmar tu imagen y tu semejanza en cada uno de nuestros
hijos. También ellos son copias de la belleza divina de tu amor.
Por el Bautismo,
nuestros hijos, que llevan ya impresa tu imagen mediante nuestra
acción creadora,
se han configurado luego con la imagen y el rostro de tu Hijo Jesús.
Por nuestro ser
hombre y mujer somos imágenes
de tu ser trinitario. Por el Sacramento del Matrimonio somos el
rostro de tu amor redentor y salvífico.
Señor, en nuestro
hogar, hay muchos rostros tuyos. Hay muchas imágenes y semejanza
tuyas. Y entre todos queremos ser
esa gran imagen viva de tu Trinidad amorosa, verdadera y una, en la
comunión y comunidad de vida y de amor.
Señor:
que cada uno de nosotros sienta la
alegría y el gozo de ser un rostro vivo de tu rostro.
Señor:
que como pareja seamos el rostro de
tu alianza salvífica
con el hombre.
Señor:
que nuestros hijos, en su caminar,
por los caminos de la vida, no destruyan ni estropeen la belleza de
tu rostro impresa en ellos por nuestro amor y por la gracia de tu
Bautismo.
VII Estación
Sólo quienes están en
pie pueden levantar a los que han caído.
Tus caídas, Señor, nos
dan miedo y a la vez nos alientan. Nos dan miedo, porque tememos al
fracaso. Y nos alientan, porque nos hacen sentir más fuertes que
los mismos fracasos.
En nuestra vida, Señor,
los fracasos y los triunfos, las victorias y las derrotas, caminan
con nosotros en constante diálogo. Son nuestra música de fondo.
Sobre todo, nos
asustan nuestros fracasos como padres. Tenemos miedo a ver a
nuestros hijos caídos, destruidos, rotos por los caminos de la vida.
Cuando un hijo nos falla, nos ha salido “torcido”, cuando se nos
ha descarriado, sentimos que nuestra paternidad y maternidad han sido
inútiles, han sido un fracaso. Sus derrotas se hacen interrogantes
en nuestro amor de padres. ¿En qué hemos fallado? ¿En
qué nos hemos descuidado? ¿Es
que no hemos sabido educarlo?
El vacío, la desilusión
y la desesperanza intentan entonces apoderarse de nuestros corazones
que se cierran sobre sí mismos para rumiar la amargura de ser unos
padres fracasados.
Sin embargo, Señor, es
entonces cuando nuestros corazones y nuestros espíritus debieran
estar más fuertes que nunca. Hundirnos en nuestra pena es dejarnos
hundir juntamente con ellos. Ahogarnos en nuestra amargura y
frustración es ahogarnos con ellos.
Es duro, Señor,
aceptar el fracaso. Pero es de cristianos que ponen su última
esperanza en Tí,
mantenerse firmes. Pues solo estando en pie será posible ayudar a
que se levanten los que han caído.
Queremos ser padres firmes
en la fe para poder sostener a los padres e hijos que dudan. Firmes
en la esperanza, para dar seguridad a los que vacilan. Queremos
avivar nuestro amor, pues sólo el amor tiene fuerza de conversión
de los corazones.
Señor:
que los fracasos de nuestros hijos
no los decepcionen de la vida sino que les sirva de estímulo para
luchar hasta triunfar.
Señor:
que los hijos que se nos han
desviado del camino, tengan la sinceridad y la valentía del Hijo
Pródigo para ponerse en camino de regreso a casa.
Señor:
que cuantos tenemos algún Hijo
Pródigo por esos caminos de la vida, tengamos suficiente amor como
para hacer fiesta por su retorno.
VIII Estación
La familia de los sin
familia:
Primero fue
tu Madre. Ahora son otras madres. Ellas también tienen hijos.
Pero su amor materno no las cierra para sentir los problemas de otros
hijos que o son los suyos. Esas piadosas mujeres, madres a la vera
de tu camino de la Cruz, te ofrecen lo único que les es posible
ofrecerte: el
sentimiento de su corazón en el obsequio de sus lágrimas.
Que fácil nos resulta
encerrarnos en nuestra propia felicidad. Cuántas veces la felicidad
de nuestro hogar se hace cortina de humo que nos impide ver y
compartir el dolor de otros hogares que sufren.
En el Vía-Crucis de la
vida hay muchos niños, muchos hijos que caminan arrastrando el peso
de la vida. Niños sin pan. Niños sin educación. Niños sin
salud. Y sobre todo, niños cuya carencia fundamental es la carencia
del cariño, del amor, de la ternura. La carencia de un hogar.
También ellos, Señor,
caminan cargando una cruz. ¿Crucecitas de tamaño niño? Tal vez
son ellos, los niños, quienes cargan cruces tamaño adulto. A caso
son las cruces que nosotros mismos los mayores hemos dejado tiradas
en el camino o sencillamente nos hemos liberado de ellas
cargándoselas a ellos…
No. No son ellos los
causantes de esas condiciones sociales políticas y económicas
injustas. No son ellos los responsables de los hogares que nosotros
rompemos y destruimos. No son ellos los culpables de la
irresponsabilidad nuestra de adultos. Ni son ellos los responsables
de una sociedad inhumana y sin corazón.
Son niños que, más que
lágrimas, que ya tienen suficientes con las suyas, lo que necesitan
es un hogar, una familia, un padre y una madre.
Niños que no
necesitan se les compadezca inútilmente, sino que la sociedad
les brinde pan, salud, educación, una vida humana digna de personas.
Son niños que están a la
espera de unos padres adoptivos, de una familia adoptiva, que por
encima de la carne y de la sangre los acepte como hijos y como
hermanos.
Señor:
que la felicidad de nuestro hogar no
nos impida ver la verdad de tantas vidas sin ganas de vivir.
Señor:
que la felicidad de nuestro hogar no
sea para nosotros solos sino que podamos compartirla con aquellos que
la añoran como imposible.
Señor:
abre nuestro corazón y así como Tú
nos has hecho por el Bautismo hijos de adopción, igualmente nosotros
sepamos adoptar como hijos nuestros a esos hijos de nadie y que son
hijos de todos.
IX Estación
Nadie fracasa en solitario.
Señor, Tú caes en
todos los que caen. Pero no para dejarlos caídos, sino para que se
levanten. Tú caes allí donde cada uno de nosotros fracasamos.
Nuestros fracasos te duelen, como si fuesen tus propios fracasos. No
nos quieres ver caídos. No nos quieres ver fracasados. No nos
quieres ver vencidos. Tus caídas son otras tantas
solidaridades con nuestras debilidades.
Lo raro, Señor, es que
nuestros fracasos suelen ser por nada. Cuando fracasamos en nuestro
amor de esposos, no fracasamos para hacer triunfar a los demás.
Nuestros fracasos nos hunden y hunden a otros. Destruyen a cuantos
están a nuestro alrededor.
Tus caídas nos ayudan a
nosotros a saber luchar para ser más fuertes que nuestras propias
debilidades. Pero nuestros fracasos como pareja, ese estar juntos,
pero separados… ese no ser capaces de compartir ya nuestro amor…
ese buscar la salida fácil por el camino del divorcio ¿a quién
ayuda, Señor? ¿A quién ayuda esa nuestra caída bajo el peso de
nuestros egoísmos?
¿A nosotros como
pareja? Señor, tú nos recordaste que por el matrimonio “dejará
el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos
serán como una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una
sola carne. Pues, lo que Dios unió que no lo separe el hombre.”
(Mt.19,
5-6)
El divorcio nos destruye.
Trunca nuestras vidas y nuestro futuro. ¡No! El divorcio no nos
ayuda como pareja, por más que pensemos en él como la fuga a los
problemas que tenemos. No nos ayuda como solución a nuestros
conflictos que deben ser solucionados como adultos en la verdad y en
el amor. Pero el divorcio no es solución. Es fuga a cualquier
intento de volver a ser pareja entre los dos.
¿A nuestros hijos? Son
ellos las víctimas que se ven precisados a asistir a la inmadurez de
sus padres y a ser los testigos que viven en propia carne el orgullo
o el egoísmo de quienes no son capaces de regalarles el hogar con el
que siempre soñaron.
¿A la sociedad? Tampoco,
Señor, porque cada vez que una pareja es infiel a su compromiso de
amor es una invitación a los demás a no comprometer definitivamente
su palabra, ni siquiera el amor.
Señor:
gracias, porque en tus debilidades
te haces solidario de las nuestras y nos enseñas a ser fuertes.
Señor:
que en nuestras dificultades como
pareja no busquemos la puerta fácil del divorcio sino que contemos
con tu gracia, capaz de sanar nuestros corazones heridos.
Señor:
que los hijos, víctimas del
divorcio de sus padres, encuentren en nosotros un amor sincero para
que no renuncien a creer en el amor.
X Estación
Lo superfluo no siempre
nos hace felices.
Señor, para morir basta
bien poco. Hay que despojarse de todo. La vida nace desnuda. La
vida que nace de la muerte también nace desnuda. Le sobran los
trapos. Le sobra todo. Al que ama de verdad no le hacen falta
muchas cosas. El amor es ya de por sí un don. Un don suficiente.
Llegado al Calvario, te
desnudan, Señor. Te quitan lo poco que te quedaba. Tu túnica.
Ahora sólo te queda la piel de tu cuerpo y ella no toda, pues
pedazos se han quedado pegados al madero por el camino. Para morir,
no necesitas más. Para amar, no necesitas más. Para resucitar no
necesitas más.
Señor, nosotros hacemos
al revés. Para amarnos, primero necesitamos cosas. Necesitamos no
nos falte nada. Y cuántas veces, Señor, realmente no nos falta
nada porque tenemos casa, tenemos nevera, televisor, tenemos video,
dinero… Tenemos…tenemos… Sí, cuántas veces lo tenemos todo
para amar, menos el amor. Ponemos las seguridades de nuestro amor en
el tener y no en la limpieza, honestidad, sinceridad y bondad de
nuestro corazón.
Es cierto, Señor, que el
amor no basta para vivir. Se necesitan cosas. También ellas son
necesarias. Pero, cuántas veces, Señor, por disfrutar de lo
superfluo sacrificamos la verdad misma de nuestro amor de esposos y
de padres. Cuántas horas de trabajo, no para ganar lo necesario,
sino para conseguir lo superfluo. De ese modo, en vez de amor nos
prestamos cosas. En vez de regalarnos con el tiempo para estar
juntos, preferimos obsequiarnos cosas inútiles con las que poder
distraer nuestros momentos de aburrimiento. Sustituimos el amor de
padres, el tiempo de padres, el espacio de padres, regalando los
caprichos, los gustos, el espíritu novelero e inmaduro de nuestros
hijos.
No, Señor. Lo superfluo
no es necesario para la felicidad. Lo superfluo no nos hace mejores
esposos ni mejores padres. Hasta es posible que lo superfluo se
convierta en la polilla que poco a poco va carcomiendo nuestro amor
hasta dejarlo vacío.
Señor:
que nunca nos falte lo necesario
para una vida humana digna. No te lo pedimos regalado sino que lo
podamos ganar con nuestro trabajo.
Señor:
que no pongamos como seguridad de
nuestro amor lo superfluo. Te pedimos que lo superfluo no sea jamás
más importante que las personas.
Señor:
que no hagamos depender nuestra
felicidad ni la felicidad de nuestros hijos de esas cosas superfluas
al precio de sacrificar nuestras relaciones como personas.
XI Estación
Una cruz y tres clavos son
suficientes.
Señor, cuando
alguien es condenado al paredón de fusilamiento se le suele tapar
los ojos. ¿Será porque tienen miedo a su última mirada? A Tí.
Señor, antes de ejecutarte en el paredón de tu Cruz, no te taparon
los ojos. A Tí
te aseguraron bien clavándote de pies y manos. Así estabas más
seguro. Así eras más inofensivo.
Es que para morir se
necesita ser libre. La muerte, sobre todo una muerte como la tuya,
debe ser obra de la libertad. Y cuanto más uno renuncia a las
libertades externas con libertad, más libre se hace interiormente el
corazón.
El amor, Señor, aún
nuestro amor humano de pareja es también una muerte. Muerte gozosa,
porque es la muerte que hace posible el milagro de que dos “sean
uno.” También nosotros hemos querido morir para comenzar algo
nuevo entre los dos. Una cruz era suficiente. Una cruz bastaba. La
cruz de los que se hace una sola cruz.
También nosotros
necesitamos ser crucificados
si queremos que nuestro amor nazca de la libertad profunda de nuestro
ser. E igual que a ti, también a nosotros nos son suficientes tres
clavos.
El clavo que crucifica
nuestras libertades individualistas. Las crucifica. No las mata.
Seguimos siendo libres, pues la libertad es un don tuyo. Pero el
Sacramento de nuestro amor crucificó nuestras dos libertades para
hacer de ella una sola. Crucificamos nuestra libertad de opción,
optando el uno por el otro en una opción que es para siempre.
Crucificamos nuestra libertad como decisión definitiva de nuestras
vidas en un proyecto común de pareja.
El clavo de nuestra
fidelidad. Crucificamos el amplio mundo de nuestras posibilidades,
consagrándonos el uno al otro en la promesa de fidelidad de nuestras
mentes, en la fidelidad de nuestros corazones, en la fidelidad de
nuestros cuerpos. Y sobre todo, en la fidelidad al proyecto de vida
de nuestra mutua relación.
El clavo de la
indisolubilidad. El clavo de la máxima libertad. El clavo de la
libertad como eterna opción. No somos libres cuando somos incapaces
de ejercer la libertad en una opción que programe, canalice y
encauce nuestras vidas. No optar para poder seguir optando es miedo
a ser libres. Nosotros, por el sacramento, hemos ejercido nuestra
libertad de decirnos un “sí” hasta que la muerte nos separe.
Señor:
que en nuestro amor de esposos,
sintamos la misma libertad del corazón que Tú sentías al ser
clavado en tu Cruz de madera.
Señor:
que seamos siempre fieles a nuestro
compromiso de fidelidad como Tú fuiste fiel al compromiso de
obediencia a tu Padre.
Señor:
que a lo largo de nuestra vida
sigamos siendo libres ejerciendo gozosamente la libertad de
mantenernos unidos indisolublemente.
XII Estación
Del miedo a la muerte al
gozo de la vida.
“Si el grano de
trigo no cae en tierra y muere, queda él solo. Pero si muere, da
mucho fruto.” (Jn.12,
24) “Ha llegado la hora de que
sea glorificado el Hijo del Hombre.” (Jn.12,
23)
Muerte y fecundidad.
Muerte y glorificación.
Tu muerte, Señor,
da inicio a la fecundidad del Espíritu. Tu muerte es el amanecer de
tu propia glorificación y la glorificación del amor del Padre. Se
tiene miedo a morir cuando se tiene miedo a correrse
los riesgos de la vida. Sólo el gozo de vivir es capaz de vencer el
miedo del morir.
El amor tiene mucho de
muerte, porque lo tiene todo de vida. La vida se paga a precio de
muertes. De esas pequeñas y grandes muertes de cada día. La
muerte de nuestros egoísmos, la muerte de nuestro “yo”, la
muerte de nuestro tener, disponer, hacer.
Nos casamos para
darnos vida y dar la vida. Y sólo nos regalaremos el uno al otro
esa vida en la medida en que nos regalemos el uno al otro nuestras
propias muertes. “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó
a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla,
purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y
presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni
arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada.”
(Ef.5,25-27)
El amor nos hace morir a
nosotros mismos para resucitar en el corazón del otro. El amor nos
hace morir como pareja a nuestros propios intereses, para juntos
resucitar los dos en una nueva versión de nosotros mismos en el
hijo. Es el valor de la vida quien nos revela el valor de la muerte.
Es la belleza de la vida la que nos descubre la hermosura del morir.
Señor:
arranca de nuestros corazones esos
miedos que tenemos a morir el uno por el otro y haznos capaces de
vernos resucitados el uno en el corazón del otro.
Señor:
descúbrenos la belleza de la vida,
para que nosotros descubramos la belleza de la aceptación del morir.
Señor:
revélanos la belleza de la vida de
nuestros hijos para que tengamos menos miedo a morir a lo nuestro y
nuestro corazón sienta la generosidad de compartirla.
XIII Estación
Cuándo se van los hijos y
nos quedamos solos los dos.
Jesús está muerto. Sólo
quedan ahí los restos de una vida. Es la tarde de los silencios.
La tarde de las soledades maternas. Es la tarde de los silencios,
pero no de los vacíos.
El corazón de la
Madre siente el silencio de
el hijo que se fue. Pero siente
también la plenitud de la maternidad vivida, realizada y cumplida.
Señor, nos hiciste
para el amor. No podemos vivir sin amar y sin ser amados. Nacimos a
la vida como pareja, como ese pequeño tronco de árbol frágil y
débil. Pero poco a poco nuestro tronco echó brotes, ramas, hojas y
flores. Y así se fue armando día a día nuestro hogar, nuestra
familia. Todo comenzó por dos que hacíamos uno solo. Luego ya no
éramos solo uno sino varios. Éramos
pareja. Fuimos familia.
Pero la vida, Señor, nos
ha ido dejando de nuevo tronco sin ramas, sin flores nuevas.
Nuestro hogar se ha ido poco a poco quedando cada vez más solo y sin
canciones.
Hoy, en el atardecer
de nuestras dos vidas, que siguen siendo una sola vida, ya no queda
sino una sola canción. La canción serena, tranquila de quienes se
miran al espejo y descubren
la serenidad de unos rostros que se miran el uno al otro, no con la
nostalgia de lo que fueron, sino con el gozo de lo que se dieron. El
gozo de la vida que repartieron. El gozo del amor que sembraron.
Nuestros corazones están
llenos. Llenos, cada uno seguimos llenando al otro. Y llenos porque
sabemos que en otros nidos, en otros hogares, sigue cantando la vida,
nuestra vida, en la vida de nuestros nietos.
No, Señor, no fue
inútil vivir. No fue inútil el habernos amado tanto. No fue
inútil el habernos querido tanto hasta esta tarde tranquila de un
sol que ya no quema, pero ilumina y da calor. No. No fue inútil
haber engendrado unos hijos, que también
hoy ellos están repitiendo y andando el camino por nosotros
recorrido. Ellos se fueron. Tenían que irse. Y nosotros aquí nos
quedamos a la espera de irnos también, cuando el Padre lo diga.
Señor:
gracias, por esta paz serena de
nuestros corazones de esposos, que aún hoy siguen calentándose el
uno al lado del otro.
Señor:
gracias, por esos hijos nuestros que
se fueron llevando en sus corazones un poco del fuego y del calor que
les hicimos sentir a nuestro lado.
Señor:
gracias, por esas vidas tiernas de
nuestros nietos que nos hacen olvidar un tanto nuestros años y nos
hace revivir el gozo de nuestro pasado.
XIV Estación
El amor es más fuerte que
la muerte.
La muerte, Señor,
fue la última palabra que los hombres pudieron decir sobre tu vida.
Pero la última palabra nunca es la palabra humana. La última
siempre es la palabra divina. Por eso, la última palabra no es la
muerte sino la vida. Tú ahí estás metido en tu sepulcro, a la
espera del tercer día. A la espera de que el grano de trigo de su
fruto. La vida escribirá tu epitafio definitivo: Resucitó.
No está aquí.
Señor, nosotros
hemos vivido tantos años juntos, que ya nuestras vidas no tienen
sentido la una sin la otra. Sentimos que son dos vidas que se
pertenecen. Y las dos te pertenecen a Tí.
Pero sabemos que algún
día, la muerte intentará separarnos. Nosotros mismos hicimos esta
confesión de fe a la hora de consagrarnos el uno al otro por el
Sacramento del Matrimonio, “hasta que la muerte nos separe.”
Señor, nos daría
miedo la muerte si no tuviésemos fe en Tí.
Tendríamos miedo a la muerte, capaz de separar lo que durante toda
una vida hemos estado uniendo, restañando, fusionando. Pero, aún
así, sabemos que tampoco la muerte será la última palabra en
nuestra vida de amor. El amor no muere ni siquiera con la muerte.
Pues aún entonces seguiremos amándonos después de la muerte.
Nuestro amor fue más
fuerte que todas las dificultades de la vida. Fue más fuerte que
nuestra pobreza y riqueza. Fue más fuerte que nuestra salud y
nuestra enfermedad. Fue más fuerte que nuestras alegrías y
nuestras penas. Por eso estamos esperanzados que ahora, será
también más fuerte que nuestra misma muerte.
Sabemos que también
en nuestro tercer día, también la vida escribirá nuestro epitafio
eterno: se
amaron y resucitaron. Nuestros hijos y nuestros nietos seguirán
poniendo flores a nuestras tumbas, mientras nosotros los viejos
cantaremos juntos en la casa del Padre Dios, la canción del amor
eterno.
Señor:
gracias porque nuestro amor ha sido
más fuerte que todas sus dificultades y hoy nos abrimos gozosos a la
esperanza del nuevo amor eterno.
Señor:
gracias porque nuestra fe se hace
esperanza, incluso, frente a la realidad de nuestra muerte.
Señor:
gracias porque ni siquiera la muerte
será capaz de separar lo que Tú uniste un día por el Sacramento.
XV Estación
De las presencias al gozo
de las ausencias.
Señor:
te habías ido. Y te has quedado.
Te habías ido y sigues presente. Te creíamos ausente y cada día
te podemos seguir compartiendo a la mesa en la fracción del pan.
Ahora tus discípulos
entienden tu pasado. Recién
ahora entienden, comentan y viven las experiencias compartidas
contigo durante tres años. Ahora estás más presente que antes.
Antes, ellos no comprendían, a veces les parecías raro, demasiado
exigente. Además tenías caminos que concertaban. Parecías no
estar en la línea de lo que todos hacían.
Señor, al verte a
Tí
resucitado, estamos pensando en nosotros mismos. También nosotros,
igual que Tú, nos iremos. Los hijos, los nietos nos verán como
ausentes. Dirán: “el vacío de nuestros padres…” el vacío
que dejaron los abuelos…” Pero estamos seguros que esos vacíos
poco a poco empezarán de nuevo a llenarse de presencias. Será la
presencia del recuerdo. El recuerdo de nuestro amor. El recuerdo de
nuestros sacrificios por ellos. El recuerdo de nuestros esfuerzos en
la lucha por la vida. Esos recuerdos se harán presencias. “Casi
no lo puedo creer… Si parece que se siente aún su presencia entre
nosotros…” Todo nos habla de ellos.”
Recordarán, Señor,
nuestro amor fiel y eterno de esposos, que es nuestro mejor regalo y
nuestra mejor herencia como padres. Recordarán nuestros momentos
duros, difíciles. Pero también nuestra capacidad de buscar caminos
y respuestas honestas. Recordarán nuestro amor de padres.
Señor:
seremos recuerdo, forma humana de
hacer que aquellos a quienes se ama no mueran nunca del todo. Por
eso seguiremos vivos junto a Tí,
compartiendo tu presencia, y seguiremos vivos, en la presencia y el
gozo del recuerdo humano.
Señor:
que cuando nuestros hijos nos
recuerden aprendan de nuestro amor un amor indisoluble hasta la
muerte y más allá de la muerte.
Señor:
que cuando nuestros hijos llenen sus
vidas con nuestro recuerdo, sientan como tus Discípulos, la ilusión
y las ganas de hacer algo bello en la vida.
Señor:
que cuando nuestros nietos nos
recuerden, para ellos paz en sus corazones, aliento en sus espíritus
y siempre una llamada a la esperanza humana y cristiana.
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